El Nobel de Saramago. Un recuerdo
Ahora que cubro aquí los acontecimientos en torno al Nobel otorgado a Mario Vargas Llosa, cuyo discurso de anoche forma parte de una autobiografía que comenzó con El pez en el agua, ese libro tan querido, no dejo de acordarme de aquella vez, en 1998, en que viví ocasiones similares con José Saramago, el tan añorado José, muerto el último verano en Lanzarote. Viene su memoria, el recuerdo de aquel vibrante y hermoso discurso suyo en torno al abrazo que su abuelo le daba a los árboles, su amor por las palabras y por las historias sencillas que le habían formado en su niñez; y, cómo no, viene a mi recuerdo más próximo el imponente entusiasmo, la energía de Pilar del Río, la mujer de Saramago, que con la misma energía, con igual entusiasmo, está levantando ahora la fundación que lleva el nombre, y el espíritu, de su marido. Viene a mi memoria, de igual modo, con la misma intensidad de los sentimientos de aquellos días, la alegría recóndita, pero apabullante, de la editora del Nobel, Isabel de Polanco, ya fallecida también, como José, y como éste en el recuerdo más importante de esta colección inasible de afectos que va haciendo la vida a veces acariciando y a veces a hachazos graves y tremendos. Hoy hace un día especialmente bello en esta ciudad fría, hace un rato vi aparecer en el cielo un arcoiris precioso, los lagos que nos circundan parecen pistas de hielo para los niños y para los patos; sobre mi mesa hay libros, espejuelos rotos, papeles que se van acumulando de los trabajos y los días que vienen y que pasan. Es ahora cuando me doy cuenta de que toda esta papelería no está en la memoria; en la memoria está el afecto, una historia que sólo reside en la potencia feraz del recuerdo. Y a esos recuerdos dedico esta jornada, como si yo también estuviera abrazando los árboles. Eso somos, árboles que sólo viven de los abrazos.
Juan Cruz
Mira que te lo tengo dicho